p e r p l e x i t i e s

and architecture, hand made architecture

28 de diciembre de 2025

Velocidad

Paul Virilio (Jean Vérame)


Aunque la velocidad sea la coartada favorita de nuestra época, no es un lujo y tampoco tendría por qué ser una amenaza. La rapidez se convierte en la condición con la que se decide qué puede llegar a ocurrir. Todo comienza con la manera en que el tiempo impuesto se fragmenta, se condensa o se suspende en cada acontecimiento. Como advirtió Virilio, en un mundo donde el poder más eficaz es el que controla los flujos y los tiempos, proponer realidades influyentes equivale a introducir pequeñas e intencionadas hendiduras en esa cronopolítica dominante. Vivimos en un presente perpetuo donde la inmediatez elimina con frecuencia la reflexión necesaria, y conviene reservar ámbitos operativos en los que ningún sentido único pueda darse por supuesto de antemano.

Pensar rápido no debería ser un defecto. Es el hábil mecanismo por el que la mente logra capturar patrones mínimos para convertirlos en direcciones posibles. El problema aparece cuando ese primer gesto inmediato se proclama suficiente y se clausuran las posibilidades más exigentes. Las verdaderamente decisivas. La velocidad mental, si no admite ser atravesada por una duda operativa, se transforma en una fábrica de evidencias cómodas, de argumentos demasiado coherentes construidos con pruebas demasiado frágiles. Como diría Bergson, actuar con un exceso de prisa sería confundir el tiempo homogéneo y cuantificado de la decisión apresurada con la concentrada duración donde todos los matices aún están en juego. Al actuar con excesiva premeditación tampoco se avanza, se termina precipitando lo ya decidido. Respondiendo con aparente solvencia a un mundo reducido, amputado de sus propósitos más elevados.

Frente a esa instaurada inercia de obligadas velocidades, la cuidada lentitud no debería pertenecer al lejano terreno de la nostalgia, sino que se tendría que erigir en una herramienta capaz de proporcionar una necesaria claridad. Introducir un pausado intervalo entre la primera intuición y la decisión final supone abrir un umbral donde la totalidad todavía puede rectificar su destino. En ese lapso se exponen los sesgos del primer impulso, se comparan alternativas que habían sido descartadas, y se revela qué parte del problema se había silenciado para ganar rapidez. Lo verdaderamente lento no es el proceso, sino la capacidad de admitir que la seguridad subjetiva llega siempre antes que el auténtico conocimiento. El trabajo crítico consiste en retrasar la conquista del resultado, permitiendo que la buscada duración interna desmienta la falsa evidencia del tiempo acelerado.

Construir es fijar una política de velocidades controladas. Un mismo trazado puede imponerse como trayecto ininterrumpido o desplegarse como secuencia de detenciones encadenadas. La arquitectura eficaz no se limita a ser recorrida, regula la intensidad de cada avance. En un paisaje circundante donde, como señala Koolhaas, muchos entornos se han vuelto espacios basura, sometidos a mutaciones continuas y circulaciones sin memoria, esa regulación mínima del ritmo es en sí una forma de resistencia efectiva. No ofrecer una única cadencia, sino un campo de ritmos donde la continuidad nunca es completamente estable y la ruptura nunca es del todo abrupta. En esa tensión se define cuánto tiempo se le concede a cada acontecimiento para volverse plausible. Y competente.

Hay resultados que se agotan a la velocidad con la que se comprenden. Proponen una lectura inmediata, transparente, sin intersticios donde la atención pueda reorganizarse. Parecen impecables porque no se resisten, pero esa docilidad es el síntoma de la renuncia por la que se elimina toda fricción para no tener que asumir ninguna decisión difícil. Otros, en cambio, arriesgan un espesor temporal mayor. Admiten zonas en las que el sentido no aparece tan rápidamente, aceptan intervalos en los que la forma obliga a recomponer criterios, a volverlos a entender. No buscan ser enigmáticos, sino sostener la duración necesaria para que la experiencia no quede reducida a una impresión instantánea. Como sugiere Pallasmaa, sólo una arquitectura que desacelera la percepción puede acumular continuidad y memoria, en lugar de sumarse al cortocircuito de lo momentáneo.

El desafío contemporáneo no se encuentra en acelerar más, sino en aceptar que la velocidad equilibrada puede ser la que permite establecer aquellos ajustes invisibles que importan. Lo que finalmente afecta no es la rapidez con que se actúa, sino la cadencia con que se corrigen sus límites, se afinan sus bordes, se calibran sus umbrales. Una obra verdaderamente comprometida con su tiempo no imita el ritmo dominante, lo desobedece con precisión e introduce un orden de lapsos que devuelve espesor a aquello que la lógica de la urgencia quiere volver plano. El objetivo no es vencer la incertidumbre en el menor número de pasos, sino encontrar ese punto en el que pensar más deprisa no es pensar mejor, y pensar más despacio todavía puede ser pensar a tiempo.


 

21 de diciembre de 2025

Puzle de umbrales




Toda percepción de la realidad comienza por la sospecha de que lo que se presenta como continuidad está, en su conjunto, ciertamente dividida en fragmentos que nunca se comprenden por separado, sino a través de la manera en que deciden vincularse. No se reúnen piezas completas, sino lapsos activos. No se coleccionan imágenes acabadas, sino intervalos transformados. Lo que importa no es la suma de partes visibles, sino la trama de discontinuidades que ordenan lo que puede llegar a completarse. Cada interludio es un acuerdo entre diferencias que conforman una coherente inflexión. El mundo, así entendido, no se organiza por objetos plenos, sino por el mosaico de límites ensamblados.

En este discurrir, toda transición es mucho más que una línea de cruce. Supone siempre un espesor, un cuanto de tiempo y de atención. Concentrándose ahí la tarea de ajustar la medida del cambio sin perder ni el vínculo previo ni el posterior. Cuando Walter Benjamin distingue entre frontera y umbral, es para subrayar la frontera como línea de separación, y el umbral como zona de transformación, ligada a hábiles procesos de cambio de estado. La frontera rígida sólo interrumpe, allí donde la absoluta continuidad provoca indiferencia, pero el lugar intermedio, en cambio, introduce una variación graduada que permite reconocer la más completa dimensión de toda conexión. Su fuerza radica en la precisión con que combina separación y pertenencia. No limitándose a segregar, sino a calibrar la necesaria transición.

No se ocupan secciones homogéneas, sino secuencias enlazadas, detenidos tramos en los que el medio adquiere hábil grosor e intencionada modulación. Cada decisión, cada elección, cada incisión en la continuidad introduce porciones de jerarquía y comparación. Una mínima modificación del intervalo altera el régimen de lo perceptible. En cuanto a la delimitación de espacios y flujos el crítico Georg Simmel abordaba con acierto lo relativo a la distancia y la proximidad, y desarrollaba la imagen icónica de la puerta como símbolo característico del umbral en el que se crea y modula la separación respecto a una continuidad previa. La puerta encarna simultáneamente la conexión y la delimitación. La quiebra capaz.

Esta lógica extendida demanda una ética de la medida. La transición definitoria opera en la tensión de lo exacto. No se conforma con un equilibrio abstracto, sino que busca el grado justo de intensidad que se puede sostener sin caer ni en la escasez ni en la saturación. Cada borde mal ponderado, cada mutación insustancial, se puede propagar como una distorsión en cadena. Eliminar lo superfluo libera espacio a las diferencias que realmente importan. Ensamblar así, como una sucesión de elecciones precisas, sumadas, produce una estructura de gran alcance.

Pero la exactitud no es lo único que puede ayudar a la definición. Algunos umbrales alojan una singularidad que no se deja reducir al mero cálculo. Son puntos en los que un acento mínimo produce un desplazamiento desproporcionado en la comprensión, donde un solo matiz altera notoriamente la lectura del conjunto. No se trata de detectar aspectos ornamentales, sino de localizar pequeñas heridas en el código de interpretación que revelan su carácter accidental. El enigma de la transición, entonces, no es un mecanismo deducible, sino una máquina sensible a las posibles resonancias. Cada límite puede introducir, además de orden, una extrañeza que obliga a revisar los criterios de interpretación. Reconocer ese componente imprevisto no debilita la certeza, puede provocar una sutil claridad.

Entender la realidad como un tejido de decisiones discretas, graduales y a la vez inalterables puede determinar de qué manera algo llega a ser. Nada sucede realmente sin haber atravesado un sistema filtrado de afinaciones sucesivas. Lo que parece asentarse con naturalidad suele ser el resultado de una larga operación de ajuste en la que se han ido ensayando combinaciones, intensidades y renuncias hasta hallar ese punto en el que la transformación deja de reclamar atención, pero sigue sosteniendo con firmeza el desafío de la más exigente comprensión.

La verdadera hondura puede que resida en mostrar que la forma depende menos de los volúmenes estables que del delicado patrón de su fragmentación. Cada umbral articulado con lucidez y acierto amplía el campo de las posibilidades. Lo que no se ve sí cuenta.

12 de diciembre de 2025

El discreto secreto de lo concreto

 



W. Christaller. Teoría de los lugares centrales


Lo que se decide construir nunca es sólo una forma, es una cierta cantidad de mundo añadida al mundo. Cada decisión visible introduce una mesura más en el entorno, fija una dimensión, una duración, una intensidad de presencia que ya nunca pertenecerá a lo imperceptible. En ese plano, lo material no es únicamente una elección de sustancias, sino una elección de magnitudes. Cada precisión arrastra una extensa concatenación de consecuencias. Basta desplazar la atención para advertir que esa decisiva realidad es tan sólo el último estado de un proceso mucho más complejo y frágil. Antes de toda representación sensible y verificable ha tenido lugar una extensa y silenciosa negociación entre lo que podía ser pensado y lo que finalmente acepta hacerse responsable de su tamaño, de su medida y su carácter.

En ese tránsito entre lo abstracto y lo concreto, entre lo concebido y lo realizado, se produce una incontable serie de decisiones veladas. No suceden como grandes proclamaciones, sino que aparecen en el interior de cadenas de operaciones que pueden aparentar ser menores. Un ajuste de proporción, una corrección de escala, una renuncia a cierta dimensión, una variación compositiva en la cantidad admitida de materia o de vacío. Cada una de esas elecciones parece irrelevante, pero en su conjunto configuran el régimen de lo que se permitirá existir y posteriormente importar. Lo que de lejos aparece como un bloque compacto de realidad, de cerca se reconoce como un nutrido tejido de cortes, precisiones y graduaciones.

Lo concreto, entendido como aquello que se puede señalar y ocupar, surge así de una decidida secuencia de elecciones que rara vez se hace explícita. Elegir una regla es algo más que establecer una cómoda repetición, es fijar el intervalo mínimo a partir del cual algo puede empezar a influir. Preferir una determinada medida no es sólo resolver un uso, es declarar qué proporción se considerará aceptable. Cada decisión de escala redistribuye las jerarquías de lo circundante, modifica qué se percibe y qué permanece en la penumbra de lo contable. Nada tiene dimensión por sí mismo, toda presencia se adquiere al compararse con lo que le rodea. Una medida relativamente neutra se vuelve excesiva o escasa según el mensurado orden que la acoge. De este modo, cada nueva construcción altera el sistema entero de referencias.

En este entramado, La adopción de una geometría actúa como el lenguaje oculto de la forma decidida. No se presenta como adorno imaginario, sino como un sistema silencioso que ordena, alinea y reparte desviaciones. Una línea, una proporción, una repetición, una figura apenas deformada bastan para instaurar un idioma que no se lee literalmente y, sin embargo, se entiende y obedece. La forma visible es sólo el volumen de ese código oculto, lo que sostiene su coherencia es una sintaxis de relaciones que permanece implícita.

Lo más llamativo es que este régimen cuantitativo actúa con una peculiar moderación. No se presenta como teoría transmisible, se filtra en la rutina de las acciones, en los hábitos, en las inercias de lo que puede llegar a prevalecer. Bajo la apariencia de resolver condicionantes, decide cuánto se añade, en qué orden y con qué intensidad. Así, lo construido se convierte en un sistema de comparaciones permanentes, más que en un simple objeto aislado y neutral.

Quisiéramos rozar esa zona donde la precisión material deja ver su trasfondo. Allí donde una configuración parece indiscutible late todavía la memoria de otras posibles que fueron depuradas sin necesidad de formularse. En la exactitud de una proporción que ya nadie discute, en la serenidad de una escala que se acepta sin esfuerzo, en la medida que parece ajustada, en la habilidad de elección de una particular geometría, persiste la tenue vibración de una serie de decisiones que ha mostrado ser tan eficaz como elocuente antes que explícita. Es en esa reserva donde lo concreto adquiere su mayor poder. No tanto en lo que muestra como en la forma silenciosa en que se determina cómo, cuánto y de qué manera ocupamos el espacio. Y el tiempo.

Tal vez lo más significativo de este sumario sea su ausencia de énfasis. Las decisiones que marcan el carácter de una nueva realidad rara vez llegan acompañadas de grandes declaraciones. Se inscriben en la rutina de las correcciones, en los pequeños desplazamientos de cifras, en las muchas elecciones sustituibles y, sin embargo, se permiten quedar fijadas apenas sin esfuerzo. Cuando la obra parece simplemente existir con naturalidad es cuando más conviene sospechar que, detrás de esa certeza, se ha ejercido una extrema delicadeza de decisiones. Una nueva forma de medir. Y de ser.


Pensamiento brújula


Homenaje a Kahneman


Todo proyecto exige decidir antes de reconocer certezas. Su formulación se desarrolla en un entorno saturado de datos que se pretende gobernar mediante el reconocimiento de las muchas lagunas por esclarecer. En ese contexto, la celebrada intuición no se comporta como algo opcional, sino que es el verdadero mecanismo por el que el pensamiento se adelanta al cómputo de la resolución definitiva. Lo cabal no es si se confía en ella, sino qué calidad tienen las operaciones que la producen.

La mente no trabaja en un único registro. Un primer modo de pensar actúa con contundente rapidez, estableciendo conexiones inmediatas y fabricando imágenes coherentes a partir de elegidos fragmentos dispersos. Un segundo criterio, no simultáneo, se produce por el contrario con deliberada lentitud, verificando, corrigiendo e introduciendo reservas allí donde el primero quisiera concluir. La rápida intuición condensa experiencias, aprendizajes y prácticas en juicios sintéticos que se pueden presentar como evidentes. El riesgo es que esa evidencia subjetiva no distingue entre reconocimiento experto y respuesta precipitada.

Toda verdadera intuición arrastra una amplia estructura de sesgos. Selecciona la información que delimita el camino a seguir y descarta, sin esfuerzo consciente, aquello que lo pudiera complicar innecesariamente. Concede más peso a lo que aparece con facilidad en la memoria que a lo que exige un esfuerzo de recuperación. Toma la primera configuración aceptable como referencia y ajusta el resto del razonamiento a ese conquistado anclaje inicial. El pensamiento rápido simplifica la complejidad mediante sustituciones silenciosas y responde a una versión reducida del problema mientras sustenta la ficción de estar afrontando el problema completo.

La creatividad nace al abrigo de estas operaciones vinculadas y emerge desde dentro de ellas cuando se les incorpora una cierta disciplina. No debería bastar con acelerar la impaciente producción de ideas, es necesario ralentizar con mesura la adhesión a la más inmediata. El gesto intuitivo puede seguir apareciendo con la misma velocidad y proximidad, pero se le debe negar el estatus de conclusión evidente. Se le ha de tratar como hipótesis que debe atravesar filtros, evidenciando las omisiones, los supuestos automáticos que incorpora y las alternativas que descarta sin haber sido conscientemente consideradas. El discernimiento comienza cuando la intuición acepta ser evaluada. Traducida.

La detenida exploración no diluye la potencia creativa, la afina. Al reconocer que la mente tiende a construir relatos demasiado coherentes con insuficiente evidencia, el proceso debe introducir interrupciones deliberadas. Momentos en los que se suspende la confianza en lo espontáneo y se obliga a experimentar una duda operativa. Pensar despacio, con precisión, no equivale a paralizar el proceso, sino a ajustar la relación entre seguridad subjetiva y la base real del conocimiento. Se ha de avanzar sabiendo dónde se encuentra la extrapolación y dónde la ignorancia.

En ese condensado equilibrio entre las diversas maneras de pensar la intuición deja de ser un refugio para convertirse en una herramienta rigurosa. La perseguida eficiencia se sirve de su velocidad para abarcar configuraciones que el análisis minucioso nunca alcanzaría a tiempo, y se sirve de la instancia crítica para impedir que esa velocidad se confunda con infalibilidad. El pensamiento rápido exhibe y propone y el pensamiento lento determina y delibera hasta dónde se puede llegar. Entre ambos no se establece una jerarquía simple, sino una clara tensión productiva.

Una práctica que asume esa tensión opera con otra forma de compromiso. No promete certeza absoluta ni se escuda en la espontaneidad directa. Reconoce que toda decisión se apoya en un grado controlado de ignorancia y elige trabajar desde esa posición incierta sin ocultarla. Allí donde la intuición domina sin cuestionamiento se instala la ilusión de comprensión plena. Allí donde la crítica racional anula todo impulso inicial se congela la capacidad de proposición. Entre ambas zonas se abre un campo del todo exigente, el de una intuición consciente de sus preferencias y, por ello, más cercana a la lucidez que a la confianza ciega. Encajando así una valiosa orientación.




Calma

 


Stadhuis Rotterdam 


A menudo la complejidad que manejamos es invasiva e inabarcable. Y es entonces cuando nos inclinamos a acudir a ciertos rituales de economía, a diestros procesos de templanza y ahorro, a practicar una medida parsimonia que nos proporcione el necesario progreso.

Cuando nos enfrentamos a situaciones donde debemos vencer un contenido enredo, un reiterado entrelazamiento de variables, tendemos a valernos de métodos y habilidades con los que contrarrestar las muchas indeterminaciones que dificultan llegar a los resultados buscados. Ese denodado control de todo aquello que produce los avances significativos depende inevitablemente de una aprendida capacidad de elección, pero también de saber involucrar una adecuada exactitud. De decidir ese corte o incisión que nos pueda dirigir a lo conciso, sucinto y exacto. Y esa sustracción selectiva, esa abstracción, consigue elevar la solución y la intención.

Muchos recuerdan el arcano medieval de Ockam que ante la disyuntiva de opciones probables se limitaba a proponer inclinarse hacia la corrección de una decantada simplificación, pero resulta conveniente descender al más contemporáneo aforismo que sostiene que todo se debería entender tan simple como sea posible, pero no más simple.

Lo simple es, literalmente, lo que no tiene pliegues, lo que carece de realces, arrugas, asperezas o adornos. Su virtud principal puede que sea la claridad. Pero, por contra, su exceso puede resultar decepcionante y banal. Hallar el equilibrio de lo controladamente complejo resulta a la vez de no inmediato siempre atractivo y luminoso.

La búsqueda de lo estricto es en sí un bello objetivo, pero conseguirlo no supone sólo un cabal planteamiento aislado requiere mantener una actitud constante y real de limpieza propositiva. En la evolución el éxito está en la selección. Las decisiones no son nunca autónomas y conllevan cadenas de consecuencias. El verdadero avance resulta cuando se logra conservar un criterio descontaminado de categorías superfluas. Cuando se sostiene la adecuada actitud en la que la indagación selectiva conlleva precisiones constantes y libres. Siempre antes que tarde.


ni menos ni más




Alexander Calder, Negro, blanco y diez rojos, 1957


En el entorno de comprensión de las posibilidades de actuación hemos venido heredando una doctrina ética que permite una consecuente estabilidad creativa. Una conducta moral por la que ha de prevalecer el interés por la conformidad y proporción del justo medio, evitando la falta de adecuación que conllevan los extremos, hallando la virtud en el equilibrio entre el defecto y el exceso. Por ello tendemos a encontrar la conciliadora mesura en el punto en el que lo que producimos no es ni insuficiente ni demasiado, procurando aquello que signifique imparcialmente lo necesario.

A lo largo de la historia se han venido explorado con mucha intensidad las sutilidades de la ponderación compositiva, la precisa proporción y la perfecta compensación, consolidando la idea de que el equilibrio no está sólo en la igualdad comparativa, sino en la medida y complementaria relación entre las partes. Se ha venido defendiendo la excelencia de que la forma y los materiales encuentren su coherencia gracias a la falta de artificio u ornamento superfluo, abogando por una honestidad material en la que cada elemento cumple su estricta función en integración con el conjunto. Se ha querido y sabido reivindicar la coherencia de la sensatez, la contención y el menos pero suficiente, aquella que logra que la calidad espacial evite caer en insensibles minimalismos ni en exagerados excesos formales. En cuanto al medioambiente se ha instaurado el rigor de ensalzar la máxima de que lo verdaderamente sostenible está en encontrar una moderación óptima entre la ocupación y el entorno, entre el consumo de los recursos y la satisfacción de las verdaderas necesidades, imponiendo no depredar ni escatimar, sino ajustar la acción a las verdaderas demandas del lugar y los ciclos de vida. Sin envidia ni codicia.

Sin tener que descender a una moderada aurea mediocritas, existe un estado de elección en el que por encima del descuidado desvío se encuentra la tensión de lo exacto. Encontrar la cumbre por la cual se logra el máximo balance entre lo alternativamente deseado y lo verdaderamente conseguido es, sin duda, lo más.   


Mientras

 











Borges


En el transcurso de nuestra existencia se produce una paradoja que no por recurrente pasa desapercibida. Nuestro conocimiento corrobora que el mundo, nuestro espacio, es además de tridimensional, discreto, divisible, es decir, no continuo ni infinito. Podemos medirlo y definirlo mediante procedimientos controlados, encontrando hábiles transiciones y delimitaciones. Pero algunas de las más revolucionarias hipótesis de la física teórica avanzan que podría demostrarse que el tiempo también es tridimensional. Y con ello, se podría por fin manifestar su completa discontinuidad. Conteniendo en todo caso dimensiones vinculadas, intervalos y lapsos. En nuestra realidad el espacio es formal y perceptivamente indisoluble del tiempo, y nos descubrimos habitando un espacio de tiempo, pero también un tiempo de espacio. Pudiéndose concluir que no es la materia la que habita el tiempo, sino el tiempo el que constituye la esencia misma de la materia.

Nos atrae fantasear con la idea de lo eterno, lo radicalmente continuo, como aquel “libro de la arena” de Borges que, siendo sagrado, contenía infinitas páginas. Un libro imposible, que cada vez que era abierto y leído mostraba una historia absolutamente diferente. Sin límites. Un hipertexto, un hipervolumen que nos acercaba irremediablemente a la idea de lo infinito. El relato comenzaba con la verificación de que la línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; y el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes. Pero bien sabemos que con esa visión ideal lo que queremos es llegar a pensar que si el espacio es infinito estaríamos en cualquier punto del espacio. Y que si el tiempo es infinito estaríamos en cualquier punto del tiempo. A salvo de la verdadera realidad. En la ficción más reconfortante.

Si ese nuestro espacio-tiempo es real es porque contiene intersticios, distancias, umbrales, nexos, profundidades. Lugares y momentos en los que el mientras es siempre capaz de contener el todo. Haciéndolo asible, con auténtico espesor.  El espacio intermedio, la quiebra de todo interludio, es tan primordial que en su abertura define cualquier periodo. En el entretanto hallamos las posibilidades más extensas y capaces, las más definitorias. Atender a ese durante es reconocer las verdaderas dimensiones del nuestro acontecer.

La arquitectura toma reflejo de esta delimitación, habilitando estrategias afines a ese modo de entender la realidad. Concibiendo que toda materialidad está fuertemente vinculada con su devenir, con la trascendencia de su experiencia. Y satisfaciendo esa naturalidad convenimos, ciertamente, un camino.