Paul Virilio (Jean Vérame)
Aunque la velocidad sea la
coartada favorita de nuestra época, no es un lujo y tampoco tendría por qué ser
una amenaza. La rapidez se convierte en la condición con la que se decide qué
puede llegar a ocurrir. Todo comienza con la manera en que el tiempo impuesto
se fragmenta, se condensa o se suspende en cada acontecimiento. Como advirtió
Virilio, en un mundo donde el poder más eficaz es el que controla los flujos y
los tiempos, proponer realidades influyentes equivale a introducir pequeñas e
intencionadas hendiduras en esa cronopolítica dominante. Vivimos en un presente
perpetuo donde la inmediatez elimina con frecuencia la reflexión necesaria, y
conviene reservar ámbitos operativos en los que ningún sentido único pueda
darse por supuesto de antemano.
Pensar rápido no debería ser un
defecto. Es el hábil mecanismo por el que la mente logra capturar patrones
mínimos para convertirlos en direcciones posibles. El problema aparece cuando
ese primer gesto inmediato se proclama suficiente y se clausuran las posibilidades
más exigentes. Las verdaderamente decisivas. La velocidad mental, si no admite
ser atravesada por una duda operativa, se transforma en una fábrica de
evidencias cómodas, de argumentos demasiado coherentes construidos con pruebas
demasiado frágiles. Como diría Bergson, actuar con un exceso de prisa sería
confundir el tiempo homogéneo y cuantificado de la decisión apresurada con la concentrada
duración donde todos los matices aún están en juego. Al actuar con
excesiva premeditación tampoco se avanza, se termina precipitando lo ya
decidido. Respondiendo con aparente solvencia a un mundo reducido, amputado de
sus propósitos más elevados.
Frente a esa instaurada inercia
de obligadas velocidades, la cuidada lentitud no debería pertenecer al lejano terreno
de la nostalgia, sino que se tendría que erigir en una herramienta capaz de proporcionar
una necesaria claridad. Introducir un pausado intervalo entre la primera
intuición y la decisión final supone abrir un umbral donde la totalidad todavía
puede rectificar su destino. En ese lapso se exponen los sesgos del primer
impulso, se comparan alternativas que habían sido descartadas, y se revela qué
parte del problema se había silenciado para ganar rapidez. Lo verdaderamente
lento no es el proceso, sino la capacidad de admitir que la seguridad subjetiva
llega siempre antes que el auténtico conocimiento. El trabajo crítico consiste
en retrasar la conquista del resultado, permitiendo que la buscada duración
interna desmienta la falsa evidencia del tiempo acelerado.
Construir es fijar una política
de velocidades controladas. Un mismo trazado puede imponerse como trayecto
ininterrumpido o desplegarse como secuencia de detenciones encadenadas. La
arquitectura eficaz no se limita a ser recorrida, regula la intensidad de cada
avance. En un paisaje circundante donde, como señala Koolhaas, muchos entornos
se han vuelto espacios basura, sometidos a mutaciones continuas y
circulaciones sin memoria, esa regulación mínima del ritmo es en sí una forma
de resistencia efectiva. No ofrecer una única cadencia, sino un campo de ritmos
donde la continuidad nunca es completamente estable y la ruptura nunca es del
todo abrupta. En esa tensión se define cuánto tiempo se le concede a cada
acontecimiento para volverse plausible. Y competente.
Hay resultados que se agotan a la
velocidad con la que se comprenden. Proponen una lectura inmediata,
transparente, sin intersticios donde la atención pueda reorganizarse. Parecen
impecables porque no se resisten, pero esa docilidad es el síntoma de la
renuncia por la que se elimina toda fricción para no tener que asumir ninguna
decisión difícil. Otros, en cambio, arriesgan un espesor temporal mayor.
Admiten zonas en las que el sentido no aparece tan rápidamente, aceptan intervalos
en los que la forma obliga a recomponer criterios, a volverlos a entender. No
buscan ser enigmáticos, sino sostener la duración necesaria para que la
experiencia no quede reducida a una impresión instantánea. Como sugiere
Pallasmaa, sólo una arquitectura que desacelera la percepción puede acumular
continuidad y memoria, en lugar de sumarse al cortocircuito de lo momentáneo.
El desafío contemporáneo no se
encuentra en acelerar más, sino en aceptar que la velocidad equilibrada puede
ser la que permite establecer aquellos ajustes invisibles que importan. Lo que finalmente
afecta no es la rapidez con que se actúa, sino la cadencia con que se corrigen
sus límites, se afinan sus bordes, se calibran sus umbrales. Una obra
verdaderamente comprometida con su tiempo no imita el ritmo dominante, lo
desobedece con precisión e introduce un orden de lapsos que devuelve espesor a
aquello que la lógica de la urgencia quiere volver plano. El objetivo no es vencer
la incertidumbre en el menor número de pasos, sino encontrar ese punto en el
que pensar más deprisa no es pensar mejor, y pensar más despacio todavía puede
ser pensar a tiempo.



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