En este discurrir, toda
transición es mucho más que una línea de cruce. Supone siempre un espesor, un
cuanto de tiempo y de atención. Concentrándose ahí la tarea de ajustar la
medida del cambio sin perder ni el vínculo previo ni el posterior. Cuando Walter
Benjamin distingue entre frontera y umbral, es para subrayar la frontera como
línea de separación, y el umbral como zona de transformación, ligada
a hábiles procesos de cambio de estado. La frontera rígida sólo interrumpe, allí
donde la absoluta continuidad provoca indiferencia, pero el lugar intermedio,
en cambio, introduce una variación graduada que permite reconocer la más
completa dimensión de toda conexión. Su fuerza radica en la precisión con que
combina separación y pertenencia. No limitándose a segregar, sino a calibrar la
necesaria transición.
No se ocupan secciones homogéneas,
sino secuencias enlazadas, detenidos tramos en los que el medio adquiere hábil grosor
e intencionada modulación. Cada decisión, cada elección, cada incisión en la
continuidad introduce porciones de jerarquía y comparación. Una mínima
modificación del intervalo altera el régimen de lo perceptible. En cuanto a la
delimitación de espacios y flujos el crítico Georg Simmel abordaba con acierto lo
relativo a la distancia y la proximidad, y desarrollaba la imagen icónica de la
puerta como símbolo característico del umbral en el que se crea y modula la
separación respecto a una continuidad previa. La puerta encarna simultáneamente
la conexión y la delimitación. La quiebra capaz.
Esta lógica extendida demanda una ética de la medida. La transición definitoria opera en la tensión de lo exacto. No se conforma con un equilibrio abstracto, sino que busca el grado justo de intensidad que se puede sostener sin caer ni en la escasez ni en la saturación. Cada borde mal ponderado, cada mutación insustancial, se puede propagar como una distorsión en cadena. Eliminar lo superfluo libera espacio a las diferencias que realmente importan. Ensamblar así, como una sucesión de elecciones precisas, sumadas, produce una estructura de gran alcance.
Pero la exactitud no es lo único
que puede ayudar a la definición. Algunos umbrales alojan una singularidad que
no se deja reducir al mero cálculo. Son puntos en los que un acento mínimo
produce un desplazamiento desproporcionado en la comprensión, donde un solo matiz
altera notoriamente la lectura del conjunto. No se trata de detectar aspectos
ornamentales, sino de localizar pequeñas heridas en el código de interpretación
que revelan su carácter accidental. El enigma de la transición, entonces, no es
un mecanismo deducible, sino una máquina sensible a las posibles resonancias. Cada
límite puede introducir, además de orden, una extrañeza que obliga a revisar
los criterios de interpretación. Reconocer ese componente imprevisto no
debilita la certeza, puede provocar una sutil claridad.
Entender la realidad como un
tejido de decisiones discretas, graduales y a la vez inalterables puede
determinar de qué manera algo llega a ser. Nada sucede realmente sin haber
atravesado un sistema filtrado de afinaciones sucesivas. Lo que parece
asentarse con naturalidad suele ser el resultado de una larga operación de
ajuste en la que se han ido ensayando combinaciones, intensidades y renuncias
hasta hallar ese punto en el que la transformación deja de reclamar atención,
pero sigue sosteniendo con firmeza el desafío de la más exigente comprensión.
La verdadera hondura puede que resida
en mostrar que la forma depende menos de los volúmenes estables que del delicado
patrón de su fragmentación. Cada umbral articulado con lucidez y acierto amplía
el campo de las posibilidades. Lo
que no se ve sí cuenta.



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